Tres cuentos de Ligia María Orellana


UNA NUEVA VIDA

Una tarde soleada, encontramos a Jesús trepando un árbol enorme. Su madre, en vida, siempre le prohibió hacerlo. Jesús se sentía libre por primera vez. “¡Mírenme, mírenme!”, gritaba  al vacío con entusiasmo, y escalaba con esfuerzo pero genuinamente feliz. Con su alma ligera trepaba por las ramas, arriba, a la izquierda, a la derecha, nunca hacia abajo.
Pero antes de este glorioso momento, teníamos un Jesús mortificado por la muerte de su madre. Diariamente, su mirada melancólica atravesaba el cristal de la ventana mientras estrujaba el obituario, un texto que caminaba de puntillas sobre el “sensible fallecimiento” de la señora. Jairo lo había recortado del periódico el día posterior al entierro. Al principio lo leía con obsesión, con una piedra atorada en su garganta; eventualmente llegó a recitarlo de memoria como un poema lúgubre.
Pero tras dos meses de duelo, tomó la decisión de nunca más leer el obituario y de olvidar esas palabras. Todavía inseguro de este juramento, se sentó en las gradas frente a la puerta de su casa. Era ésta una pequeña casa de madera, construida por su abuelo cuando se casó con la mujer por la que abandonó a su esposa, la abuela de Jairo. Desde entonces, años de drama y vergüenza empujaron a la familia al aislamiento: un hermoso jardín rodeaba la casa, al jardín lo rodeaba una verja blanca, y a todo esto lo rodeaba un bosque, para establecer la separación con la civilización. La última gran vergüenza fue la llegada de Jairo, quien, igual que el personaje bíblico del mismo nombre, parecía haberse formado de la nada dentro del vientre de su madre. Y ahora, la tumba de su madre estaba en el jardín trasero, para garantizar las visitas frecuentes de su atormentado hijo.
Jairo estaba sentado en las gradas, su mente divagaba por todo el jardín y un poco más allá; sus ojos evitaban el obituario. Jairo se lamentaba por el tiempo que había pasado sin tener una verdadera conversación con alguien. No había nadie a quien llamar; no podía pensar en un nombre, en una persona a quien pedirle que estuviera aquí haciéndole compañía. Su madre había sido el contacto humano que tuvo desde siempre, y humano apenas los últimos ocho meses, porque ella había quedado en estado vegetal. Hubiera sido preferible que muriera en el accidente, para sortear esta ambigüedad de estar muerta en vida. Pero Jairo tampoco tuvo el corazón para asfixiarla mientras yacía convaleciente en la cama. Porque era su madre y porque le daba pavor la soledad.
Chorlito, el gato gris con rayas negras, pasó frente a Jairo. Hasta donde se sabía, Chorlito ya había muerto cinco veces. Las cinco veces murió en acción, con los músculos tensos y el pelaje encrespado, a diferencia de la madre de Jairo, que cayó en el Sueño de los Justos en lenta y horizontal agonía. Pensando en este contraste, Jairo se cuestionó su vida presente, la anterior y la siguiente. De la existencia de las últimas dos no tenía constancia. Pero ahora que su madre estaba muerta, podía considerar la posibilidad de cambiar, de renacer, de vivir. La idea le cruzó la cabeza como una estrella fugaz, cuya estela era un sentimiento hasta entonces desconocido para él.
De repente, Jairo, además de sentirse solo, se sintió libre. Sería empezar de nuevo, una nueva vida. Podría hacer amigos. Podría irse lejos sin preocuparse por regresar antes de que se ocultara el sol…su madre entraba en pánico si oscurecía y su hijo único no estaba en casa. Ahora Jairo podría cambiar de lugar la mesa del comedor y subirse a la cama con zapatos; podría comer a la par de la ventana y poner las figuras de porcelana de dos perros cazadores frente a frente y no dándose la espalda. Podría, incluso, demoler esta casa y marcharse para siempre de ese lugar.
Al considerar este nuevo horizonte, Jairo se hartó del monótono duelo sobrellevado hasta ese momento y asimiló rápidamente la muerte de su madre como parte esencial de su vida. Sus ojos dejaron de divagar por el jardín y se clavaron en el obituario. Leyó el texto por última vez y empujado por las ansias de desprenderse, se levantó de las gradas, entró a la casa oscura con olor a incienso y prendió una vela en la sala. Con la llama quemó el papel y sería cuestión de tiempo que el poema lúgubre se desvaneciera de su memoria. Sus ataduras ya no eran más que un polvillo negro, que hizo desaparecer de un soplo.
Su madre siempre le prohibió trepar árboles. Cuando tenía 10 años se atrevió a llevarle la contraria por primera y última vez. En una de sus excursiones solitarias por el bosque, un árbol en particular parecía gritarle. Jairo se acercó a él y echó su cabeza hacia atrás para examinarlo con gran interés. Los regaños de su madre resonaron en su cabeza y le hicieron bajar la vista. Pero un inusual deleite por la desobediencia lo hizo comenzar a escalar. A lo que sintió cuando estaba a un metro de la tierra no supo qué nombre ponerle.
Sonriendo como nunca, deseó que su madre muriera. Le costaría sobreponerse, pero sólo así podría osarse a tener planes: si ella falleciera, pensaba, él podría hacer esto todos los días. Conquistaría cada árbol que tuviera enfrente. Y si se cayera, lo intentaría de nuevo; si se cayera otra vez, no importaría. Embobado por sus fantasías, perdió el equilibrio y se cayó. No cayó desde muy alto, pero el golpe le hizo perder el conocimiento por algunos minutos. Cuando despertó, las lágrimas comenzaron a huir de sus ojos; el dolor era fuerte. Jairo lloraba. Y sonreía. Sonreía orgullosamente por lo que había hecho. Se levantó y su sonrisa murió. Sus lágrimas cesaron. Su rostro se puso pálido y tuvo ganas de vomitar: había desobedecido a su madre. Aún más, había deseado que ella muriera. Debía correr hacia su casa y cerciorarse de que su deseo no se había cumplido, aunque eso significara ponerse en evidencia ante su madre.
Pero Jairo ya había crecido y no tenía a quien rendirle cuentas. Tras convertir el papel del obituario en cenizas, bajó las tres gradas de la entrada con lentitud, apresuró el paso a través del jardín y al cruzar la verja ya estaba corriendo. Su corazón palpitaba con rapidez, por huir del vacío que dejó su madre y por ir al encuentro de su naciente emancipación. Se adentró en el bosque y llegó al árbol de su historia infantil. Con un cuerpo adulto, y con la voz de su madre enterrada tres metros bajo su conciencia, confiaba en que ahora podría lograrlo. Aquí encontramos a Jairo, una tarde soleada, trepando un árbol enorme.
Jairo llegó mucho más alto que la primera vez. Y la emoción que lo invadía lo hacía hablar para sí mismo. Hablar, hablar, hablar. Las palabras que nunca dijo salían ahora de su boca. Sus ideas se agolpaban tanto como sus brazos al tratar de asirse a la rama más cercana. Se le acababa el aire y aún no llegaba a la copa pero estaba cerca. Se quedó inmóvil por tres segundos para recuperar el aliento. La rama bajo sus pies tronó y se quebró, igual que el cuerpo de Jairo cuando golpeó contra el suelo. Jairo cayó por segunda vez. Y quedó inconsciente.
Al volver en sí, encontró que nada había cambiado, excepto la posición de algunos de sus huesos y la del sol, que ya se estaba ocultando. Valía la pena el dolor por un placer tan simple. No lloró. Recordó a su madre, recordó que estaba muerta; su deseo se había cumplido, pero él no tuvo nada que ver con que se cumpliera...algún día tenía que fallecer. Y fue un accidente. Ella ya estaba muerta y no había nada de qué arrepentirse. Se levantó con dificultad y comenzó a cojear hacia su casa. Nadie le curaría sus heridas, nadie le reprocharía no seguir las reglas.
Cuando se encontró frente a la verja blanca, se apoyó en ella y observó el panorama con nostalgia y desdén. Chorlito estaba sentado ceremoniosamente en el mismo lugar donde Jairo había cavilado tanto horas antes. Parecía haber pasado una eternidad desde entonces. Todo había cambiado. Jairo atravesó el jardín, pasó a la par del gato que no se inmutó por su presencia, y más por burla que por costumbre tocó la puerta como siempre lo hacía: dos veces, y luego una más. Así su madre sabía que era él.
Estaba a punto de agarrar el picaporte cuando éste retrocedió solo. Alguien abrió la puerta. Al ver sus rasguños y moretes, su madre se alarmó. "Me caí del árbol", respondió Jairo en tono de confesión, a la pregunta que no se le hizo. "Te caíste del árbol", dijo su madre secamente, como si fuera ella quien le daba la noticia. Ella sigue aquí, suspiró Jairo contrariado. El sólo verla le hizo sentir de nuevo el familiar grillete en su tobillo. Las figuras de los perros de porcelana seguían dándose la espalda uno al otro. “Es lo que te pasa por no escucharme”, le reprendió su madre. Se dio la vuelta y entró al baño, muy decepcionada...su hijo se atrevió a adivinar sus pensamientos: “siempre un niño rebelde ¿para qué subirse a un árbol? Se lo dije. ¡Se lo dije! Mil veces se lo dije”.
“Tengo sed”, dijo Jairo. “Tengo sed, mamá, dame un vaso de agua”. “Aún no, estás sangrando”, se excusó ella; no quería interrumpir esta nueva tarea. Salió del baño, luego de saquear el botiquín para curar y entablillar a su hijo. “Siéntate en esta silla, déjame verte”. Desconcertado pero sin asombro, Jairo se sentó. Volteó la mirada hacia el mundo fuera de su ventana.



Baraqijal Luna

Se decía de mí que yo era una buena persona. Que tenía un gran corazón. Yo llegué a creérmelo y terminé dándoles la razón, no por auto-exaltación, sino porque francamente sólo de una persona tan benevolente la gente se aprovecharía tanto. Mi vida estaba llena de historias en las que terminaba burlado por causa de mi bondad.
Pero mi bondad murió con Baraqijal Luna, un ángel que había huido del Paraíso, asqueado por el celestial estilo de vida que ahí se llevaba. Una mañana de domingo lo encontré en mi sala, admirando la pared blanco marfil como si fuera una obra de arte. Para él lo era, supongo...ver algo tan minimalista, después de vivir rodeado de arte barroco, era una agradable sorpresa.
Lo observé y pensé que seguía soñando. Era demasiado hermoso para ser cierto: de su espalda brotaban dos gruesos apéndices cubiertos de plumas que le llegaban hasta los tobillos. Su cabello era negro y ensortijado. Al notar sus detalles, y sin mayor esfuerzo, caí en la cuenta que estaba despierto y esto era cierto. Guardé silencio. No quise interrumpirlo en su bizarra contemplación del vacío.
Al fin se volteó y sin saludarme me explicó que se había escapado del Paraíso y que necesitaba un lugar dónde quedarse. Por qué me buscó a mí exactamente, no lo sé; nunca quiso decirme. Pero en ese momento, fiel a mi naturaleza de noble bruto, sólo pensaba en que este ángel tenía buena intuición al haber buscado a alguien como yo, que estaba dispuesto a ofrecerle un hogar con los brazos abiertos. Me presenté y le extendí la mano. La estrechó por compromiso. 
Sin pensarlo mucho, le cedí mi cama y gruñó como si eso ya lo hubiera dado por sentado.  Caminó hacia mi cuarto como si ya conociera la casa, se encerró en él y lo redecoró a su manera, o más bien, lo des-decoró: sacó todas mis cosas -mi ropa, mis libros, cualquier adorno de mesa o de pared- y se quedó únicamente con mi cama, mi mesa de noche, la lámpara sobre ella, el escritorio y su silla; todo ahí adentro, a excepción del colchón, era madera. Por mi parte, pasé el día confundido, viéndolo mover mis cosas fuera de mi habitación, sin encontrar protesta para detenerlo. No me dirigía la palabra, no me dedicaba una mirada; era como si yo no estuviera ahí. Y sintiéndome tan invisible, me sentí impotente. En mi buenagentez, hice almuerzo y cena para dos, en caso de que quisiera comer algo y me diera la oportunidad de hacerle algunas preguntas. Ni siquiera observó el plato. Y yo, por supuesto, dormí en el sofá. 
Al día siguiente, tenía tortícolis por la poca costumbre de dormir con el cuello torcido. Antes de irme al trabajo noté que la puerta de mi cuarto estaba abierta y me asomé. Ahí estaba Baraqijal Luna, agachado sobre mi escritorio. Él reparó en mi presencia, volteó a verme y luego fingió rezar para ignorarme. Me fui de mi casa con temor, y regresé con a la casa con temor nueve horas después. Seguía donde lo dejé.
Baraqijal Luna se pasaba los días practicando la astrología, jugando con las cartas día sí y día también. Pero cuando lo noté y le pedí que me diera mi horóscopo sólo declaró: “Capricornio: tu futuro es incierto. Buena suerte”. Fue lo único que me dijo esa semana.
Al cabo de otra semana, finalmente se dignó a dirigirme la palabra. Y no fue más que para quejarse. Yo comencé a asentir, únicamente porque, ante lo inesperado de estos reclamos, no pude hacer nada mejor: sí, mi cama era muy dura, debí haberlo notado antes de comprarla; sí, hacía demasiado calor y yo era un tacaño por no instalar aire acondicionado; sí, yo era una persona espantosamente aburrida porque no me gustaba pelear. Pude haberle respondido con miles de argumentos: él había sido quién me había buscado, sabía con quien se estaba metiendo, y nadie tenía una pistola en su cabeza para obligarlo a que se quedara. Pude haberle dicho esto y más. No pude hacerlo. Guardé silencio. 
A los dos meses, comencé a cuestionarme mi pasividad. Y, vaya cosa, me enojé conmigo mismo y no con él. Me enojé conmigo por ser una buena persona. Mientras tanto Baraqijal Luna seguía con sus cartas, invadiendo mi espacio sin mi permiso y a la vez, paradójicamente, con mi consentimiento. El colmo fue la mañana en que salió del que ahora era su cuarto. Eso era algo nuevo para mí y me dio una pequeña esperanza. Las cosas podían cambiar para bien entre nosotros. Se sentó a la mesa mientras yo desayunaba un triste pan tostado con jalea. Tratando de indagar sobre el propósito de su visita -que me estaba haciendo tan miserable la vida-, le pregunté si era mi ángel guardián. Se me quedó viendo y me respondió con otra pregunta: “¿que tengo cara de perro?”. Se me revolvió el estómago. Había tenido suficiente. Me levanté dejando mi pan tostado a la mitad y me fui de la casa dando un portazo.
No regresé en todo el día. Me metí a museos, al cine, llamé a personas conocidas. Nadie nunca supo la carga que tenía en la casa. Pedía consejos velados, disfrazando mi situación con historias hipotéticas. Para la tarde, había decidido echarlo, pero no sabía cómo. No me consideraba capaz de enfrentarme físicamente a un ser tan corpulento. No sabía si era susceptible a ser asesinado como cualquier vulgar homo sapiens. No sabía si aún contaba con protección divina, a pesar de haberle echado tierra a su lugar de origen. No sabía. Pero, como dicen en los relatos, sólo había una forma de averiguarlo.
Regresé a mi casa a medianoche. Baraqijal Luna había dejado la puerta de su habitación entreabierta (¡bendito calor del trópico!). Me quité los zapatos y entré, apenas iluminado por la poca luz que provenía de la sala. Lo observé con un remolino de sentimientos: admiración, miedo, piedad, asco, ira, lástima. Más ira. Pensé rápidamente en tomar una almohada y ahogarlo, pero era muy difícil porque dormía de lado. Miré alrededor con nerviosismo, en realidad no tenía ningún plan.
De repente, vi la silla de madera en el otro extremo del cuarto. Y simplemente me desconecté: la tomé y la levanté, caminé de regreso al borde de la cama y apunté para que el borde del asiento cayera sobre su cabeza. Mi golpe fue vacilante y se despertó desconcertado, pero antes de emitir sonido alguno, el borde de la silla cayó de nuevo, esta vez con más fuerza, y partió su cráneo en dos. Estaba muerto. Y me puse a llorar, y me escuché llorar en voz alta, sintiéndome un monstruo por matarlo así, cuando no tenía oportunidad alguna de defenderse; pero si hubiera tenido la bondad de siempre, me argumenté yo mismo, llevaba las de perder. Estaba harto de perder. 
Tiré la silla, cubrí la cabeza destrozada de Baraqijal Luna con la almohada y salí. Regresé con un cuchillo de cocina y acosté el cadáver boca abajo. Lloraba compulsivamente mientras le cortaba los cartílagos de su espalda pero no podía parar. Un ala ensangrentada cayó al suelo, y en segundos formó un charco de sangre, aumentado por la cascada roja que caía de la cama. Luego cayó la otra ala. Con los ojos a reventar por el llanto, me hice hacia atrás para contemplar mi delito, tanto como la penumbra me lo permitiera. Me sentía culpable, furioso, libre. Parecía el cadáver de un ser humano cualquiera, y, como si me escuchara, le dije con la voz ahogada por las lágrimas: “no eres un ángel; eres tan malo como el resto de la gente”. 
Salí de mi habitación y me senté en el sofá. Lloré hasta que mis ojos estuvieron secos. El líquido que manchaba mis manos y mi ropa también se secó. Pasé las siguientes cinco horas despierto, horrorizado por lo que acababa de hacer y, aún más, asombrado por haber aguantado a tantos Baraqijal Luna por tanto tiempo. Yo, una “buena persona”, cometiendo una barbarie semejante...con el tiempo averiguaría si sería castigado. No se lo había contado a nadie, hasta ahora.
Cuando los primeros rayos del sol asomaron por la ventana de la sala, respiré profundamente y me dispuse a afrontar las consecuencias de mi sublevación. Entré al cuarto y el cuerpo ya no estaba. Las alas tampoco estaban. Pero tenía un espantoso desastre que limpiar y cartas astrológicas por quemar. 




GATO ENCERRADO

Antes yo llevaba la cuenta de los días. Por varios meses, cuando ella entraba a abrir las ventanas para que se colara la luz del sol, yo agregaba una unidad al número del día anterior. Pero he ido perdiendo la cuenta, junto con la esperanza. Ella me saluda con una exquisita sonrisa cafeinada, y yo permanezco inmóvil en mi cama, con una serenidad engañosa.
Serenidad es lo que no tengo. Mi humor es pésimo, ella me lo repite constantemente. Ella, por el contrario, pareciera que tiene buen humor para regalar. Después de la rutina de limpieza, se sienta en el borde de mi cama, con un cariño inapropiado que huele a favoritismo, y me habla amistosamente de cómo el pobre Alfie pasó la noche encerrado en el estudio.

"El pobre Alfie pasó la noche encerrado en el estudio. Es bastante tonto....o quizás malicioso. Sí, es pura malicia. Quiero decir, pudo haber maullado para despertarme y pedirme que lo sacara. En lugar de eso, se ensañó con el sillón, la silla de la computadora, las cortinas....Abro la puerta del estudio a las cinco am y es una zona de desastre: un olor sumamente concentrado que da náuseas, y su correspondiente laguna amarilla justo en medio del cuarto; hizo falta un periódico entero para limpiar todo eso. Y ni te hablo de los muebles...hechos jirones, con la felpa por fuera...hasta las cortinas estaban rasgadas de la mitad hacia abajo. Pelos aún volando en el aire, y Alfie como si nada, lamiéndose su patita en una esquina. Qué desastre, por Dios, ¡qué desastre! ¿Te imaginas?"

            Quiero gritarle, "¡Sí, me lo imagino! ¡Me lo imagino porque es la misma maldita historia que me cuentas cada maldita mañana!". Y esta mañana vino a desearme feliz navidad. Me hace añicos y luego me felicita. Y mientras tanto, nunca me recupero, aunque ella entra todos los días a prometerme que ya pronto voy a mejorar. Y mira sospechosamente a los lados cuando prepara mis medicinas, como si éstas fueran una poción mágica que alguien quiere robar. Y la felicitan por su entrega desinteresada hacia mí, por dedicarme más horas de las que debe. Y yo, yo ni siquiera puedo hablar para maldecir a Alfie. No lo conozco, no sé si existe, pero lo detesto como detesto el cloruro de potasio. Y ahí está ella, como siempre, de espaldas a mí, preparando mi inyección de las ocho y treinta, y quiero llorar cuando la oigo afirmar dulcemente, "nadie te cuida como yo".

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