Patas de cabra


Rubén Merino

El rey la encontró una tarde en la entrada de una cueva mientras buscaba el camino para volver a casa. Estaba sentada sobre un roca, ordenando sus largos cabellos dorados. Su belleza lo deslumbró.

De inmediato le propuso matrimonio a la muchacha, quien aceptó sin poner reparos. No sabía quién era esa doncella. En el palacio la presentó como la hija de un amigo de su difunto padre. Su incomparable belleza acalló las preguntas.

Las bodas se consumaron en medio de deseos de larga vida para sus señorías y paz y prosperidad para el reino.

Pero un tiempo más tarde, la tranquilidad que disfrutaban se vio interrumpida; el ejército de un país vecino se preparaba para invadir el territorio. La joven se acercó a su esposo para animarlo y, mientras hablaba con él, le dijo cómo podía ganar la batalla. La contienda duró pocos días, y la concordia volvió a imperar entre los dos pueblos, pues eran ya un solo dominio.

Los atributos de la reina no tardaron en conocerse en la corte y la ciudad. No cabía duda de que la victoria conseguida no sólo era fruto del actuar de su señor.

La envidia que algunos sentían hacia la soberana parió un rumor: la joven era un hada con patas de cabra en vez de pies. La poca claridad sobre su origen reforzaba el comentario. Nadie conocía al amigo del anterior rey.

A los oídos de su majestad llegaron las habladurías. En un principio no les dio crédito, aunque no dejaron de intranquilizarlo. “En realidad —se decía cuando estaba solo— nunca he visto los pies de mi esposa”. Los cotilleos iban en aumento; en la corte no se hablaba de otra cosa y hasta los más fieles servidores hacían comentarios. Poco a poco el monarca comenzó a prestarles atención. Y cuando ya no pudo más, se acercó a su mujer para pedirle que le enseñara sus extremidades. —¿Y para qué me las quieres ver? En todo este tiempo que llevamos de matrimonio nunca habías reparado en ellas.

—Lo sé, pero en la corte hay tantos rumores...

Tras meditar un momento, la reina consintió en mostrarle sus pies, pero con la condición de que no le contara a nadie lo que viera.

La muchacha levantó lentamente la falda de su vestido mientras su esposo observaba sin parpadear.

El monarca se quedó admirado. Luego volvió a su trabajo en silencio. En la corte y en la ciudad, la gente aún continúa contando que la reina tiene patas de cabra.

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