FIJACIÓN



José Luis Ayala García

Emigró cuando tenía veinticinco años, pero nunca pudo vivir lejos de Santa Anita. Llevaba en su mente regresiva el olor a aserrín con cerveza de los salones, las puteadas de los hombres en las esquinas, las camisetas agujereadas de los vendedores en la tienda, el trepidar de las motocicletas, las excursiones a Los Blancos, el olor a fierro y pintura de los talleres de mecánica, las noches en los billares, los amores furtivos y apurados entre los breñales, las trifulcas de los sábados, el olor a diablo que traía el viento desde las coheterías, la difamación de las señoras casadas, el sabor de los helados siberianos, la fetidez de los dedos de los peluqueros, las canciones del trío Los Ases, el alquitrán de los postes de alumbrado público, las discusiones pueriles y soeces de las viejas en los mesones, las fiestas encantadoras y bayuncas, los rezos al Corazón de Jesús, los bíceps de muchachos narcisistas y los pasos de cha cha chá.
Era un amor pérfido y resistente que no cedió al tiempo ni a la distancia. Recóndito y rapaz, que le asaltaba sin anuncio ni motivo. Lo tuvo sofrenado hasta que murió su mujer, cuando se desbordó con ímpetu diluviano… o con la euforia de los presos liberados. Entonces dejó todo cuanto tenía y se vino desde donde estaba.
Al llegar sólo encontró caras extrañas. Preguntó por los suyos y nadie les conocía… ni recordaba. Buscó los antiguos lugares, sin poder encontrarlos. Entonces cayó en la cuenta de que se había extraviado y que tendría que recorrer de nuevo el tiempo y el espacio.
Pero estaba muy cansado… muy cansado para volver a caminar. Cuando sus nietos dieron con él, lo encontraron bailando en una esquina y se lo llevaron con su barrio dentro, del cual no partiría nunca más-

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