EL ECLIPSE

Rafael Francisco Góchez
El primer contacto se confirmó a las 12:26 meridiano, como estaba previsto.
En la televisión nada más se veía la uñita comiéndose al círculo claro, que se suponía era el sol. Los comentaristas, no hallando ya de qué hablar, aburrían al público con las recomendaciones anunciadas con escandalosa saturación publicitaria durante la semana previa al evento: no intente mirarlo directamente, no utilice vidrios ahumados ni lentes oscuros ni espejos, todo método de observación directa puede causar ceguera irreversible debido a los rayos infrarrojos y ultravioletas; esto -por supuesto- sin mencionar la extensa variedad de charlatanes que desfilaron por la pantalla chica vaticinando catástrofes hecatómbicas a raíz del fenómeno natural.
A juzgar por el despliegue propagandístico, sin duda era el evento del siglo. Un eclipse total de sol no ocurre todos los días; es más: serán los hijos de los hijos de esta generación quienes podrán ver otro similar (siempre y cuando la contaminación, la depredación humana hacia el ecosistema y los del primer mundo se lo permitan).
No sólo los niños fueron los privilegiados, presos de la enorme tentación -el gusanito de la curiosidad- de estar observando al cielo a medida la luz se iba volviendo amarillenta, como un foco de 25 watts en decadencia; a medida que los pájaros iban regresando a sus nidos, confundidos por el paulatino oscurecimiento y descenso de temperatura; a medida el clima nocturno se iba haciendo patente. También los mayores. ¿Prueba de ello?: las existencias de vidrios para lentes de soldador (Números 12 y 13) se agotaron tres días antes de que el cielo despejado se encargara de ahuyentar los temores de haber hecho una mala inversión.
Al cabo de una hora con veinte minutos ya sólo quedaba un hilito de luz escapándose por entre el círculo negro. La televisión mostraba el anillo de diamantes, según había sido previamente anunciado. Y la oscuridad se hizo.
* * *
Don Pedrito tenía 66 años y había recomendado con insistencia, a sus hijas y nietos, que no fueran a ver para arriba porque “se iban a quedar chocos”.
Cuando leyó -una semana antes- el anuncio de que los cipotes no iban a ir a la escuela, exclamó: “¡Vaya, hombre! ¡Al fin hicieron algo bueno estos del Gobierno!”. En los dos tercios de siglo que tenía de andar bregando por los mares de la existencia, nunca había visto a los políticos hacer algo positivo por su pueblo. En eso sí estaba muy claro, y lo sostenía donde fuera y con quien fuera, aunque por eso hubiera tenido muchos problemas (el más grave fue cuando llegaron a buscarlo unos hombres armados, hará unos doce o trece años. Menos mal que estaba en el Seguro Social pasando consulta, que si no... ¡Líbranos Señor de todos los males!).
Desde temprano había sostenido fuertes discusiones con la Rosario y la Concepción, sus hijas. “Sí, como hoy ya están grandes y son profesionales, se la llevan de sabelotodo”, había dicho más de una vez, porque ellas habían construido su propio observatorio con el espejo de la sala cubierto con un papel grande, al cual le habían hecho un hoyo del tamaño de una pesetita, poniéndo el artefacto contra el sol a reflejar el proceso mismo que en la televisión estaba saliendo. “No sean necias, se van a quedar chocas. Sí: ciegas van a terminar”, había sentenciado varias veces al presenciar, desde su mecedora y con la mano tapando los ojos, tal método de observación indirecta (según habían dicho los periódicos).
Con los nietos había sido más tajante: “¡A meterse en el cuarto y estarse quietos, que si no les va a caer su buena zopapeada!”. Los cipotes -como siempre- procuraban conmover la cariñosa autoridad del patriarca con ruegos y más ruegos que pronto se desvanecían ante las advertencias cargadas de severo cariño.
Para reforzar su tesis, el viejo había contado dos anécdotas de casos similares, dos décadas atrás, cuando un eclipse parcial anunció infinidad de desgracias para el país, tal y como -según el razonamiento popular- se había confirmado con el sangriento baño que la patria aún estaba sufriendo.
A la 1:48, la oscuridad era inminente. Los locutores de la televisión seguían insistiendo en lo mismo que don Pedrito: no mirar... no mirar... no mirar. A la 1:51 ya no se distinguía el reflejo que pegaba en las baldosas del cuarto. La pantalla chica confirmaba el instante tan esperado.
El locutor dijo: “Este es el único momento en que se puede ver directamente el fenómeno”. Don Pedrito replicó: “¡No hagan caso, que estos -con tal de quedar bien- son capaces de decir cualquier babosada!”.
Los cipotes miraron inquisidores a sus madres, las cuales hicieron un gesto de asentimiento entre sí. Asomaron la cabeza hacia el cielo despejado y -en medio de la temperatura refrescante con leve brisa invernal de por medio- quedaron congelados contemplando el tremendo disco negro rodeado de aureolas siderales.
Los cipotes se abrazaron a sus madres y sintieron una cosquillita en el estómago, mientras Don Pedrito, desde su mecedora, seguía lanzando vehementes exhortaciones. Los cipotes y sus madres -presos de la magia del espectáculo astral- caminaron hasta la mitad del patio, entrando poco a poco en aquel éxtasis único e irrepetible, perdiéndose -entre la lejanía de la desatención- los regaños y más regaños del abuelo hacia su descendencia.
El locutor tomó de nuevo su papel de orientador y dijo: “En un minuto, todo habrá terminado y será extremadamente peligroso verlo, pues la pupila -que ahora se encuentra dilatada- no podrá resistir el impacto del rayo solar”. La Rosario y la Concepción hicieron caso y entraron al cuarto, junto con los cipotes. Uno de ellos dijo al aire: “Ya ve, abuelito, que no nos pasó nada. ¡Abuelito...! ¿Abuelito...?”.
Dirigieron su visión hacia la mecedora vacía que se balanceaba entre la oscuridad del cuarto, mientras la cuenta regresiva de la televisión se acercaba al momento en que aparecería de nuevo el anillo de diamantes. Un escurridizo rayo solar se escaparía por entre la radiante luna negra que -por primera y última vez- era atrapada por la curiosa vista del anciano-niño, quien contemplaba -boquiabierto y a media calle- aquel último instante.
El primer contacto se confirmó a las 12:26 meridiano, como estaba previsto.
En la televisión nada más se veía la uñita comiéndose al círculo claro, que se suponía era el sol. Los comentaristas, no hallando ya de qué hablar, aburrían al público con las recomendaciones anunciadas con escandalosa saturación publicitaria durante la semana previa al evento: no intente mirarlo directamente, no utilice vidrios ahumados ni lentes oscuros ni espejos, todo método de observación directa puede causar ceguera irreversible debido a los rayos infrarrojos y ultravioletas; esto -por supuesto- sin mencionar la extensa variedad de charlatanes que desfilaron por la pantalla chica vaticinando catástrofes hecatómbicas a raíz del fenómeno natural.
A juzgar por el despliegue propagandístico, sin duda era el evento del siglo. Un eclipse total de sol no ocurre todos los días; es más: serán los hijos de los hijos de esta generación quienes podrán ver otro similar (siempre y cuando la contaminación, la depredación humana hacia el ecosistema y los del primer mundo se lo permitan).
No sólo los niños fueron los privilegiados, presos de la enorme tentación -el gusanito de la curiosidad- de estar observando al cielo a medida la luz se iba volviendo amarillenta, como un foco de 25 watts en decadencia; a medida que los pájaros iban regresando a sus nidos, confundidos por el paulatino oscurecimiento y descenso de temperatura; a medida el clima nocturno se iba haciendo patente. También los mayores. ¿Prueba de ello?: las existencias de vidrios para lentes de soldador (Números 12 y 13) se agotaron tres días antes de que el cielo despejado se encargara de ahuyentar los temores de haber hecho una mala inversión.
Al cabo de una hora con veinte minutos ya sólo quedaba un hilito de luz escapándose por entre el círculo negro. La televisión mostraba el anillo de diamantes, según había sido previamente anunciado. Y la oscuridad se hizo.
* * *
Don Pedrito tenía 66 años y había recomendado con insistencia, a sus hijas y nietos, que no fueran a ver para arriba porque “se iban a quedar chocos”.
Cuando leyó -una semana antes- el anuncio de que los cipotes no iban a ir a la escuela, exclamó: “¡Vaya, hombre! ¡Al fin hicieron algo bueno estos del Gobierno!”. En los dos tercios de siglo que tenía de andar bregando por los mares de la existencia, nunca había visto a los políticos hacer algo positivo por su pueblo. En eso sí estaba muy claro, y lo sostenía donde fuera y con quien fuera, aunque por eso hubiera tenido muchos problemas (el más grave fue cuando llegaron a buscarlo unos hombres armados, hará unos doce o trece años. Menos mal que estaba en el Seguro Social pasando consulta, que si no... ¡Líbranos Señor de todos los males!).
Desde temprano había sostenido fuertes discusiones con la Rosario y la Concepción, sus hijas. “Sí, como hoy ya están grandes y son profesionales, se la llevan de sabelotodo”, había dicho más de una vez, porque ellas habían construido su propio observatorio con el espejo de la sala cubierto con un papel grande, al cual le habían hecho un hoyo del tamaño de una pesetita, poniéndo el artefacto contra el sol a reflejar el proceso mismo que en la televisión estaba saliendo. “No sean necias, se van a quedar chocas. Sí: ciegas van a terminar”, había sentenciado varias veces al presenciar, desde su mecedora y con la mano tapando los ojos, tal método de observación indirecta (según habían dicho los periódicos).
Con los nietos había sido más tajante: “¡A meterse en el cuarto y estarse quietos, que si no les va a caer su buena zopapeada!”. Los cipotes -como siempre- procuraban conmover la cariñosa autoridad del patriarca con ruegos y más ruegos que pronto se desvanecían ante las advertencias cargadas de severo cariño.
Para reforzar su tesis, el viejo había contado dos anécdotas de casos similares, dos décadas atrás, cuando un eclipse parcial anunció infinidad de desgracias para el país, tal y como -según el razonamiento popular- se había confirmado con el sangriento baño que la patria aún estaba sufriendo.
A la 1:48, la oscuridad era inminente. Los locutores de la televisión seguían insistiendo en lo mismo que don Pedrito: no mirar... no mirar... no mirar. A la 1:51 ya no se distinguía el reflejo que pegaba en las baldosas del cuarto. La pantalla chica confirmaba el instante tan esperado.
El locutor dijo: “Este es el único momento en que se puede ver directamente el fenómeno”. Don Pedrito replicó: “¡No hagan caso, que estos -con tal de quedar bien- son capaces de decir cualquier babosada!”.
Los cipotes miraron inquisidores a sus madres, las cuales hicieron un gesto de asentimiento entre sí. Asomaron la cabeza hacia el cielo despejado y -en medio de la temperatura refrescante con leve brisa invernal de por medio- quedaron congelados contemplando el tremendo disco negro rodeado de aureolas siderales.
Los cipotes se abrazaron a sus madres y sintieron una cosquillita en el estómago, mientras Don Pedrito, desde su mecedora, seguía lanzando vehementes exhortaciones. Los cipotes y sus madres -presos de la magia del espectáculo astral- caminaron hasta la mitad del patio, entrando poco a poco en aquel éxtasis único e irrepetible, perdiéndose -entre la lejanía de la desatención- los regaños y más regaños del abuelo hacia su descendencia.
El locutor tomó de nuevo su papel de orientador y dijo: “En un minuto, todo habrá terminado y será extremadamente peligroso verlo, pues la pupila -que ahora se encuentra dilatada- no podrá resistir el impacto del rayo solar”. La Rosario y la Concepción hicieron caso y entraron al cuarto, junto con los cipotes. Uno de ellos dijo al aire: “Ya ve, abuelito, que no nos pasó nada. ¡Abuelito...! ¿Abuelito...?”.
Dirigieron su visión hacia la mecedora vacía que se balanceaba entre la oscuridad del cuarto, mientras la cuenta regresiva de la televisión se acercaba al momento en que aparecería de nuevo el anillo de diamantes. Un escurridizo rayo solar se escaparía por entre la radiante luna negra que -por primera y última vez- era atrapada por la curiosa vista del anciano-niño, quien contemplaba -boquiabierto y a media calle- aquel último instante.
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