Día de la Cruz


Claudia Lars


Abril se había despedido del calendario en la última hojita de papel que levaba su nombre, y el intenso calor y el blancuzco polvo del camino se iban apoderando del patio y de las habitaciones de nuestra casa.
El matiz que predominaba en el paisaje era un amarillo profundo, con sombras pardas y rojas, y algunos árboles hermosísimos -esos heroicos árboles que florecen en mi tierra durante la estación más ardiente del año- cambiaban su cansado follaje por capullos preciosos y voladores.
El párroco y las beatas más iglesieras organizaron una procesión para pedir lluvia a los santos, y las niñas, repitieron en todas partes la antigua ronda escolar.
"Que llueva, que llueva,
la Virgen de la Cueva"...
Pero ni plegarias ni canciones tenían virtud ninguna pues el cielo, deslumbrante y caliente, apenas recogía unas hilachas de nube.
Cuando yo tomaba despaciosamente mi desayuno vi que Cruz aparecía por la puerta del comedor con un saco de yute entre las manos. Al sólo verme dijo:
-¡Apúrese niña! ¿No quiere ir al monte a cortar fruta? ¿Qué no sabe en qué fecha estamos?
Salté de la silla, llena de entusiasmo bullanguero, pues en un segundo me di cuenta de que había llegado el dos de mayo. Al día siguiente se llevaría a cabo la gran celebración de los labriegos: algo que se mezclan, de un modo pintoresco y bello, las creencias indígenas con las creencias españolas.
-Pongance pantalones y botas altas -ordenó niña Meches a sus dos discípulas-. ¡Y no hagan tanto ruido ni corran tanto! Se van a cansar antes de tiempo.
-Con tal de que no los muerda una culebra... -rezongó zarca Chica, disimulando su enojo por que no podía acompañarnos.
Salimos de la casa bajo la vigilante mirada de nuestra maestra, seguidas por Juana Morales, los hijos de las sirvientas y los tres perros del abuelo. Cruz -metido en sus caites aguantadores- era el guía y capitán de la excursión.
Pronto estuvimos al otro lado de los potreros y tomamos un senderito que se alargaba entre breñales para encontrar, después, la aromada orilla de la montaña. (En mi país se le da el nombre de "monte" o "Montaña" al bosque a la selva). El cielo era un prodigio de luz veranera, en el que bailaban -como negros bailarines- los zopilotes de alas casi inmóviles.
Sobre nuestros sombreros de palma sentíamos la fuerza del sol como fuego atomizado y por nuestras espaldas bajaba el sudor en gruesas gotas; sin embargo, subíamos la cuesta riendo y charlando, pues pronto estaríamos dentro de un mundo de follaje, pleno de rumores y de cosas sorprendentes. Al fin la tupida arboleda abrió ante nuestros ojos sus vibradoras puertas, y bajo la sombra de un frondoso copinol nos tendimos a descansar un rato.
Aquella "montaña" era ancha y misteriosa. La estación de verano -Verano de 6 meses largos- no lograba robarle la frescura, por que las ramas de los arboles se entrelazaban entre sí formando un techo verde, que impedía que los rayos del sol llegaran asta el suelo. Bajo la suave alfombra de hojas secas y frutas podridas había siempre un poco de humedad.
-Por aquí... decía Cruz descubriendo las huellas de unos pies descalzos.
-Por aquí... -volvía a decir mas adelante.
Gorjeaban los chiltotes y los zenzontles; las palomas moradas gemían en la espesura; golpeaba el pájaro -carpintero el tronco de un árbol envejecido y las azules urracas -que parecen señoritas ricas- lucían sus peinados de copete y sus lindos collares negros.
¡Que olor tan delicioso el de aquella "Montaña" de mi niñez!... Entraba por mi naricilla sensual hasta el fondo de mis pulmones, y mezclándose a la corriente de mi sangre se escondía en mi memoria para siempre.
Yo contemplaba -curiosa y maravillada- las levísimas redes de las arañas; el ejército de hormigas negras, que iba con sus cargas de un hormiguero a otro; las tornasoleadas escamas de una iguana miedosa o el gusano lento y peludo, que se arrastraba sobre la hoja de un quequeishque. De la ceiba-abuelas caían en festones orquídeas rarísismas, y unas mariposas, con círculos de colores en las alas, bajaban hasta el musgo de las piedras o se detenían un momento sobre la miel de los bejucos.
Recogimos frutas de varios sabores o las hicimos caer de los gajos, sacudiendo las ramas. Paladeamos aquellos bocados riquísimos como criaturas sanas y glotonas: nísperos que se partían con los dedos y que ocultaban semillas lisas y lustrosas; caraos repletos de jarabe oscuro; cujines con carnes que parecía algodón... Los papaturros eran como gurinaldas de flores de azúcar; los caimitos hacían pensar -al abrirlos- en helados de leche; y las manzanarrosas, que huelen a rosal y son tan livianas, nos esperaban sobre la hierba regadas o amontonadas, como huevos finísimos de algún extraño pájaro tropical.
Regresamos a casa a la hora del almuerzo y esa misma tarde un poco después de la siesta fuimos al mercado a comprar las frutas que se cultivan en patios y huertos. Cargados de naranjas, mangos, jocotes y limas de pezoncito puntiagudos, entramos más tarde por el zaguán que nos esperaba con las puertas abiertas, y depositamos aquella aromada ricura en una esquina del corredor.
Entonces tía Adela sacó de su armario las tijeras que hacían milagros y buscó martillo, clavos y alfileres. Preparó un poco de engrudo que depositó en una vieja cajita de sardinas y empezó a trabajas ayudada por todos nosotros. Con dos pedazos de madera -embellecidos con pintura dorada- formamos una cruz como de una vara de alto y la sembramos en un barrilito lleno de arena, que antes se había colocado en el centro del patio. Cintas de cadenas y papeles brillantes y una gran variedad de palmas y helechos cubrieron aquel basamento en pocos minutos, convirtiéndolo en peana de lujo; después amontonamos alrededor del barril todas las frutas que habíamos cortado o comprado, y el jugoso amontonamiento se orilló con hojas escogidas y con fragantes racimos de coyol; además se adornaron los brazos de la cruz con flores de ensarta y se puso en su centro un húmedo ramo de rosas rojas. ¡Ni en el país de Jauja se hubiera encontrado tal abundancia!
Un cohete de varita anunció al pueblo que nuestro altar ya estaba listo. Otro cohete respondió en la casa vecina, y otro en la siguiente y en la que estaba más lejos...
Casi todas las familias de nuestra aldea celebraban cristiana y paganamente el día de la Cruz. Como nadie deseaba que en su patio bailara el diablo -por haber olvidado la construcción del altar de frutas- todos se esmeraban en hacerlo con gracia y primor.
Hasta el día tres, es decir, hasta "el propio día grande", se podían comer las golosinas de la ofrenda; pero antes de probarlas era obligatorio adorar el sagrado símbolo. Hombres y mujeres, niños y adultos, ricos y pobres, pasaban de una casa a otra en bulliciosos grupos. En cada retablo adoraban con reverencia; en cada ahogar se les obsequiaba con largueza.
En ese año, y en la fiesta en que me refiero especialmente, las personas de mi familia se reunieron como a las siete de la noche en los corredores de la casa de portal. A pesar de que durante varias horas habían devorado toda clase de ricuras, aún se sentían entusiasmadas ante los tamales de Toribia y las copas de vinito moscatel.
Zarca Chica iba y venía repartiendo manjares; Juana Morales, muy engalanada y sonriente vaciaba en vasos de colores la horchata de pepitoria y el sabroso refresco de canela; Polo quemaba cohete a medio patio y hasta Andrea -tan vieja ya y tan cansada- parecía esa noche una mujer rejuvenecida y feliz.
-Me corto esta oreja si no llueve en la madrugada!- dijo Juana mientras observaba el cielo.
-Pues no se la cortará, Juanita -contestó el mayordomo de la hacienda-, porque va a llover a cántaros.
Poco después nos agrupamos alrededor del altar, bajo la luz de las estrellas y entre el aroma de la parra de jazmines.
"Quita de aquí Satanás,
que parte en mí no tendrás,
pues el día de la Cruz
dije mil veces Jesús,
Jesús, Jesús, Jesús"...
Yo me fui a la cama con aquella oración dentro de la cabeza, y como había comido hasta casi reventar, dormí mal y soñé cosas absurdas. Muy de mañanita la triunfante voz de Juana me despertó súbitamente.
-¡Ya vieron que llovió!... Ya vieron! ¡Ya vieron!...
-Y la voz de Toribia, desde el fondo de la cocina:
-¡Y como no iba a llover después de la gran adoración!
Rápida y feliz yo corrí al patio y al traspatio, descalza y en camisa de dormir. Todo estaba fresco, lavado y húmedo. Un olor delicioso y penetrante -olor de mi tierra después de la primera lluvia del año- me obligaba a saltar, bailar y gritar.

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