UNA VOZ PROFUNDA COMO TODOS LOS MARES


Rafael Menjívar Ochoa


—¿Quién es? —preguntó el Ángel.

No hacía falta preguntar; sabía perfectamente quién tocaba la puerta. Pero así pasa cuando las cosas de los humanos echan raíces en el Alma.

(Alguna vez fue sólo Alma.)

—Abre —oyó que decía, desde el otro lado, una voz profunda como todos los mares, a la vez suave como todas las caricias—. Se acabó.

“Al diablo”, susurró sin darse cuenta. En la invocación encontró la fuerza que no había encontrado en sus tantos ayeres. Apagó el cigarro, caminó dejando a su paso un tenue rastro en la gruesa capa de polvo que cubría el piso y vio cómo su mano se extendía hacia el picaporte. Temblaba.

Abrió.

—Bien —dijo el Anciano antes de entrar—, aquí termina todo.

—Sí —dijo el Ángel—. Aquí termina.

Le dio la espalda. No quería ver de frente al Anciano. Todavía no.

El espejo estaba sucio, lleno de manchas amarillentas. En algunas partes el azogue se había desprendido. Quizá por eso el reflejo del Anciano se veía así, tan inestable: a veces pequeño y endeble, con una sonrisa dulce; a veces más grande que toda la habitación y en su boca una mueca perversa, más terrible que cualquier cosa que hubiera visto en el Cielo, en la Tierra o en eso que los humanos llamaban Infierno. (“Debí quedarme allá”, pensó con tristeza. Nada como la brisa suave que susurraba entre las rocas, el crepitar de la lava, el canto de los Condenados, sus hermanos.)
Se volvió lentamente hacia el Anciano. Sí, debió ser el espejo. Así, frente a frente, se veía como siempre se había visto y como siempre había sido: un anciano, nada más que un anciano. Nada de sonrisas dulces o perversas: sólo un anciano como tantos que había visto durante todos los siglos y siglos de la Huida.

Si tan sólo sus ojos no hubieran sido tan oscuros y profundos como todos los Abismos…

Quiso hablar, pero no supo qué decir. Había preparado, en las noches más frías y en los días más desesperantes, las palabras que le diría cuando por fin se encontraran. Eran palabras de desesperanza, pero sobre todo de orgullo. Revisó en la memoria y se dio cuenta de que las había olvidado.

Varias veces había escrito lo que tenía que decirle, porque sabía que en el momento de la Verdad vacilaría y su cabeza quedaría en blanco. En la Huida había perdido papeles y sonrisas. Había perdido también el orgullo y, si alguna vez la tuvo, la Esperanza. En realidad no tenía nada que decir.

—Te hemos extrañado —dijo frente a él una voz atronadora que, sin embargo, era como el soplo de las alas de un colibrí.

El Ángel se encogió de hombros.

—Has cumplido tu papel como nadie más lo hubiera hecho —siguió diciendo el Anciano—. Me siento orgulloso de ti. Siempre fuiste el mejor y el más fuerte. Me gustaría decir que también el más bello, pero el Tiempo no ha tenido clemencia.

El Ángel se vio las manos. Estaban arrugadas y sucias. Bajo las uñas había manchas blancas, y en los bordes un hilillo de tierra que se había convertido en parte de su esencia.

—Tú y yo nacimos el mismo día —dijo el Ángel, no supo si para disculparse.

—Puede ser —dijo el Anciano—. ¿A quién le importa?

—Debe existir alguien a quien le importe.

—¿A ti?

—No —dijo el Ángel.

El Anciano tendió la mano con la palma hacia arriba. Había en ella una fruta que, a primera vista, recordaba una manzana. Pero no era una manzana.

—¿Lo recuerdas? —preguntó el Anciano.

—El Árbol —susurró el Ángel, como repitiendo una lección muy antigua—. Creí que ya no existía.
—Ya no existe. Sabías que morirían si comían de él. Que moriríamos todos. También tú.

El Ángel se encogió nuevamente de hombros.

—Lo intenté —dijo, y tendió la mano.

La suavidad de la piel del Fruto no se parecía a nada, ni siquiera a la piel de los párpados de las antiguas Vestales. Ni siquiera a la piel nueva de aquella Primera Mujer a la que mostró el Conocimiento a orillas de un río de aguas tan claras como los ojos de un recién nacido. Ni siquiera la brisa cuando canta entre las cavernas del Infierno.

Mordió el Fruto. Su sabor era amargo.

—Ya está —dijo el Anciano.

—¿Qué harás? —dijo el Ángel después de la tercera o cuarta mordida; su cuerpo frágil había comenzado a temblar—. ¿Qué harás sin mí?

—Nada —dijo el Anciano—. No importa.

Era cierto: no importaba. Con esa idea se hundió en un lugar más definitivo que la Muerte.

El Anciano trató en vano de no llorar. Mientras caminaba hacia la calle fue dejando caer pequeñas gotas que brillaban como diamantes en el aire y, cuando caían, al mezclarse con el polvo que cubría el piso del edificio abandonado, se convertían en lodo. Siempre el polvo. Siempre el lodo.

En la calle un mendigo le pidió una limosna. Creó de la Nada una moneda de baja denominación y se la dio. El mendigo lo insultó.

Un gato maulló en alguna parte, como en el Quinto Día.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Leí este cuento de Rafael Menjívar Ochoa hace algún tiempo y me gustó muchísismo.
Rafael me parece de lo mejor en narrativa que tenemos.
Es una gran idea este espacio, Mauricio.

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