POR EL CAMINO VAN


Rubén Merino

Por el camino van dos mujeres, y sobre sus cabezas llevan sus bateas con ropa. Es sábado y se dirigen al río. Adelante va la mayor, la madre, con paso apurado; atrás, la menor, la hija, con menos prisa. —Apúrese, muchachita; debemos regresar antes del atardecer. —Si ahí voy. No puedo ir corriendo. Siguen caminando y al cabo de un rato empiezan a descender por una ladera. Desde abajo sube un rumor; es el agua que brota de una roca. Las dos mujeres colocan sus artesas en la orilla del río. La hija se queda parada, viendo cómo fluye el agua. Le han contado que desemboca en el mar. Ella no conoce el océano. —Deje de estar pensando y póngase a lavar —la reprende la madre. La muchacha se mete al afluente, pero en vez de iniciar la tarea, se sienta sobre una piedra y comienza a mojarse con un huacal. Hacia el mediodía, la madre se dispone a almorzar. Está enfadada con la joven pues, como otras veces, no ha hecho más que bañarse y se ha olvidado de ayudarle. En medio del río, la hija permanece ensimismada. Sólo piensa en el mar. Mientras enjuaga los trastos, la madre la observa y se lamenta. No entiende por qué es así. —Ya no juegue y venga a comer —le vocea. Pero la muchacha no le contesta ni la vuelve a ver, y sigue echándose agua con las cuencas de las manos. El huacal se le ha escapado y se ha ido flotando como un barco. —Ahí la voy a dejar porque no me quiso ayudar —le grita entonces. Y luego le impreca:— ¡Ojalá se convierta en sirena! Mas como antes, la joven continúa imperturbable. Encolerizada, la mujer se acerca a su hija, y la toma de los brazos, por detrás, y trata de levantarla. Las fuerzas no le alcanzan. Intenta empujarla, pero en ese momento se da cuenta de que no tiene piernas, sino una cola de pez. —No me voy a ir con usted. Me voy a ir a vivir al mar —le dice la muchacha con los ojos llorosos. Llena de horror, la madre sale corriendo y deja abandonadas las bateas y la ropa

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