El espacio de las cosas


Jacinta Escudos


El hombre está dormido boca arriba cuando siente el temblor.

Se despierta alterado y piensa que es un terremoto y su primer reflejo es saltar de la cama, salir del cuarto, buscar refugio bajo el arco de una puerta como suelen recomendar.

Busca la orilla de la cama y comienza a levantar el mosquitero, agitado, con mucha prisa. La rapidez es importante en estos casos. No sabe si el temblor sigue o si son sus nervios los que hacen temblar su cuerpo pero alterado como está y cegado por la oscuridad de la habitación, no encuentra el borde del mosquitero contra el cual se debate enfurecido, sintiendo que la tela es una pegajosa sombra que se le enreda entre las manos y los brazos.

Ya desesperado, decide dar un jalón para arrancar la tela, partirla, pero la tela no se rompe y se estira como chicle en sus manos al tiempo que la siente pegajosa y húmeda y se pregunta por qué el mosquitero está mojado, no concuerda, no tiene ningún sentido y ya no importa si el temblor continúa o no porque está atascado hasta las orejas con el mosquitero y lo único que le interesa es desenredarse, encender la luz, recuperarse del susto y volver a dormir.

Mientras tanto, los ojos se acomodan a la oscuridad y nota que el mosquitero está totalmente deshilachado, o eso parece, y se le pega en las manos y el cuerpo, y mientras más se mueve para desenredarse, más parece atascarse. Siente que algo lo jala por detrás y piensa que sus propias maniobras lo están enredando aún más en los hilos, voltea la cabeza para saber lo que pasa y mira la sombra de lo que parece una gigantesca araña que avanza hacia él a velocidad vertiginosa.

El hombre queda paralizado un momento, tratando de comprender, "las arañas gigantes no existen", se repite a sí mismo como un mantra, pero la verdad es que a medida que se acerca aquella sombra se convence de que lo que viene es una araña de ojos rojos y patas espantosamente peludas y en lo que parece la boca del animal hay un par de mandíbulas que se abren y se cierran lanzando un líquido que viene a pegársele a la piel junto con los restos del mosquitero.

El hombre se agita, apurado, trata de zafarse antes de ser alcanzado, pero se da cuenta que el líquido que el animal lanza comienza a atarle los pies y a envolverle las piernas, desesperado comienza a gritar, a pedir auxilio a los vecinos o a cualquiera que pueda escucharlo, mientras la araña, ya encima de él, continúa llenándolo de saliva y tejiéndole una mortaja al hombre que poco a poco comienza a tener el aspecto de una momia. Se siente paralizado, inútil, tan atemorizado por los ojos rojos de la araña que están tan cerca de su cabeza que prefiere callar y dejar de gritar porque piensa que la araña podrá enfadarse y arrancarle la cabeza de un mordisco y siente el cuerpo apretado dentro del capullo de la saliva que el arácnido teje a toda prisa para evitar que la presa escape porque las arañas prefieren su alimento fresco.

El hombre ya no resiste. No hay nada que hacer. Apretado en su camisa de fuerza, en su capullo de muerte, cierra los ojos para no ver más y piensa que quizás está dormido y que tiene que hacer un intento por despertar ahora, en este preciso instante antes de que penetre la oscuridad total en sus ojos, antes que el insecto lo toque con sus mandíbulas y le quite el último momento de visión que le queda porque la araña cierra el capullo que envuelve su alimento, y se acerca y comienza a chupar su contenido, a sorberlo lentamente mientras se escucha un leve gemido que no perturba a la araña que sorbe el alimento hasta el final, hasta exprimirlo, hasta dejar un pequeño casco vacío, disecado y comprimido, uno más entre tantos puntos blancos, grises y negros que cuelgan de la telaraña en la esquina del dormitorio, una basurita que cae cuando la tela es sacudida a medida que la araña se retira a su esquina para esperar el próximo alimento, basurita que cae sobre el papel sobre el cual una mujer escribe de noche, sobre su escritorio y que ella limpia con la mano, fastidiada, tirándola al suelo, una basurita blanca que la asistente doméstica barre al día siguiente, con el resto del polvo y la suciedad que encuentra en el suelo de aquella habitación.

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